Un amor que no es ciego

‘El amor tiene necesidad de realidad. ¿Hay algo más tremendo que descubrir un día que se ama a un ser imaginario a través de una apariencia corporal?’ 

(Simone Weil, en La Levedad y la Gracia, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pag. 107.)

Como seguramente le pase a toda niña, me recuerdo contenta y abierta a la relación cuando me trataban bien, jugaban conmigo o me hacían reír. Del mismo modo, me recuerdo cerrada y tristona cuando la relación no se daba en esos términos. Me abría o me cerraba fundamentalmente por lo que las demás personas hacían o dejaban de hacer. Era una forma reactiva y básica de atender mis deseos, lo que me permitía orientarme y cuidarme en mi afán de aprender a vivir.

Es un tipo de vínculo que, de un modo u otro, sigue estando en mí. Me permite rodearme de personas con las que me siento cómoda y bien tratada, lo que no está nada mal. Ahora bien, por un lado me lleva a estar a expensas de lo que hace o deja de hacer la otra persona a la hora de acercarme a ella y, por otro lado, me lleva a sentir afecto solo por lo que ella hace y no tanto por lo que ella es.

Es una lógica que me lleva a amar aquello que me permite solventar mis deseos y necesidades y no al ser humano que, estando ahí, se me ha presentado en más de una ocasión como un gran desconocido.

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Junto a esto, era importante para mí ser querida por aquellas personas en quien confiaba por ser las que me daban abrigo, alimento, seguridad, compañía, conocimiento u orientación.

Pronto aprendí la otra cara de la moneda de ese amor-necesidad del que os hablé antes. Aprendí que para ser querida debía ser buena y complaciente, lo que significaba ajustarme a las expectativas, valores y necesidades de las y los demás. Lo aprendí cuando siendo ‘buena’ me trataban bien o premiaban y también cuando siendo ‘mala’ me castigaban o descalificaban.

Esta experiencia se quedó instalada dentro de mí. El miedo al rechazo, a la descalificación y al desamor me ha llevado, con más frecuencia de la que hubiera querido, a mostrar lo que pienso que gusta y a guardarme lo que pienso que no gusta, fingiendo ser lo que no soy con la intención de agradar.

En fin… me he visto prestando una atención excesiva a las expectativas ajenas y dejando en un segundo plano las propias, haciendo carambolas para que no se note mucho que no me ajusto perfectamente al ideal esperado y, a cambio, raramente he recibido ese amor que buscaba porque es un amor que, cuando surgía, no iba destinado a lo que soy sino a aquello que parezco ser a partir de lo que hago o dejo de hacer.

Además de todo esto, aprendí también eso que se ha venido a llamar ‘amor romántico’. 

Aprendí a creer en la existencia del flechazo, como si esa apertura y enamoramiento surgiera por arte de magia y no tuviera algo que ver con mi disposición o mirada. 

Aprendí a creer en la existencia de personas que son capaces de completar aquello que me falta como si yo fuera un ser incompleto. Aprendí a creer en relaciones sin conflictos como si la discrepancia fuera signo de desamor. Aprendí a delegar en otras personas la plenitud y el sentido de mi vida dejándome de preguntar qué sentido le doy o puedo dar a cada experiencia o relación, dejando de estar presente en mi propia vida. Aprendí a endiosar e idealizar a otras personas en función de su apariencia y comportamiento. Aprendí a buscar caché y reconocimiento estando al lado de gente con caché y reconocimiento.

En fin… aprendí un amor idealizado como si pretendiera ser la protagonista de un cuento de hadas. Aprendí a amar, por tanto, la idea que proyecto en el otro o en la otra en función de cómo su imagen se ajusta más o menos a mis ideas, fantasías o anhelos aprendidos. Un amor insuflado por ideas y más ideas que, al tocar tierra, se topa con el desamparo y la frustración de ver que nada es como una se ha dicho que es.

Este conjunto de aprendizajes se ha ido convirtiendo en una especie de cóctel amoroso  envuelto por una impronta capitalista que nos invita, como si se tratara de una lavadora o de una vivienda, a buscar a la persona adecuada.

Se entiende, desde esta lógica, que una persona es adecuada cuando cumple con un elevado número de prestaciones relacionadas con ese conjunto de ideas y necesidades que espero y proyecto, como si hubiera alguien capaz de llenar, facilitar, dar caché, alegrar, embellecer y enriquecer plenamente mi vida en todos sus aspectos.

Pero esto no es todo, para facilitar las cosas se nos da la posibilidad de desechar a esa persona si no hemos sabido elegir bien, si ha salido defectuosa o si sus prestaciones se han ido desgastando con el tiempo.

De hecho, es habitual hablar de ‘estar en el mercado’ cuando se habla de la búsqueda de pareja. Un mercado que pone mucha presión, no solo en elegir bien, sino también en ser alguien ‘vendible’, en un juego de seducción e imagen publicitaria que deja en un segundo plano la realidad de nuestras entrañas.

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Este conjunto de aprendizajes me ha llevado a una especie de ceguera ante la realidad de quienes me rodean. A quedarme en la apariencia y en la superficie, a no ver ni preguntarme sobre qué les lleva a hacer lo que hacen, qué se mueve en su interior, quiénes son y cómo experimentan el mundo. Una aproximación donde no hay entendimiento ni apertura. Un deber ser que no acoge ni entiende al ser.

Y lo que es peor, aprendí a cegarme también ante lo que soy. Más aún, a rechazar muchas de mis ideas, anhelos o sensaciones que no encajaban con ese ideal difuso y adaptativo que se me presentaba a modo de guión preestablecido que seguir.  

Aprendí, por tanto, a perderme de mí, a no reconocerme, a no saber bien quién soy, a vivir como en una nube sin suelo ni asiento.

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Cuando este conjunto de aprendizajes estaban bien asentados en mí, me dijeron justo lo contrario de lo que había aprendido. Me dijeron que una NO debe amoldarse a las demás personas, que debe ser una misma si no quiere perderse ni traicionarse, que si no nos quieren por lo que somos en realidad es un amor que no nos conviene, que el sacrificio y la asfixia no son amor, que el miedo y el amor no casan bien, que el sentido de la propia vida solo se lo puede dar una misma…

Fue liberador escuchar todo esto porque, de algún modo, ponían palabras a un horizonte que yo anhelaba. Ahora bien, tardé un tiempo en descubrir que el modo de abordar este conjunto de reflexiones escondía otro ideal, otro deber ser, que ninguneaba gran parte de lo que soy, manteniéndome paradójicamente y una vez más alejada de mí.

‘Sé tú misma’ se me presentó como una consigna que me llevó a rechazar, entre otras cosas, mi dificultad para saber quién soy y mi miedo a ser, o sea, dejaba en la parte oscura y proscrita de la escena partes fundamentales de mí. Era, por tanto, un ‘sé tú misma’ parcelado e, insisto, idealizado. Era un lugar al que llegar que puenteaba el lugar real en el que me encontraba, como si la voluntad bastara para construir formas nuevas y alternativas de estar y de ser.

Eran consignas y reflexiones que me permitieron cuestionar muchos de los contenidos aprendidos en la infancia pero no la estructura que los sustenta. De tal modo que, casi sin darme cuenta, empecé a fingir ser más libre, abierta o fuerte de lo que en realidad era. Y lo hice, del mismo modo que ocurría en mi infancia, por miedo a no encajar, a defraudar, a no ser querida.

Una vez más, empecé a sentir rechazo hacia mis propias ideas, anhelos o emociones que no encajaban con ese ideal de libertad.

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Me vi zarandeada y engullida por dos mensajes contrapuestos, los aprendidos en la infancia y los supuestamente liberadores.

En ese zarandeo, me sentí tonta cuando era ‘buena’ y culpable cuando era ‘libre’, buscando la cuadratura del círculo con el afán de ser ‘buena’ y ‘libre’ a la vez, sintiéndome constantemente inadecuada.

Mientras tanto, eso que yo era, que iba siendo, se me escurría entre los dedos.

Me he visto creando relaciones en función de estereotipos, fantasías o ideales dejando en un lugar más difuso, no solo lo que somos y se mueve en cada quien, sino también mis deseos y necesidades reales.

Cuando digo estereotipos, fantasías o ideales, me refiero a relatos que no tocan tierra porque no dialogan con la realidad que somos sino con la que nos decimos que ‘tendríamos que ser’.

Cuando digo estereotipos, fantasías o ideales, no me refiero solo a los que se relacionan con los aprendizajes vinculados al amor romántico sino también a los vinculados con ese ideal de libertad del que os hablé antes.

Dos paquetes de ideas que chocan entre sí. Uno me lleva al sometimiento y otro, en la medida que no dialoga con mi realidad, me lleva a un estar a la defensiva por miedo a perderme en la otra persona, como si no confiara en mi capacidad de orientarme y cuidarme ante los deseos o necesidades ajenos.

Todo esto me ha llevado a no saber cómo crear vínculos en los que tenga en cuenta mis necesidades y las de la otra persona sin imposiciones ni sometimientos, o sea, con amor.

Me temo que esta confusión y desconexión no es una cosa solo mía, está presente en la mayoría de las personas a las que he conocido, lo que ha llevado a mucha frustración y sufrimiento innecesarios en la mayoría de las relaciones amorosas.

Tanta desconexión con lo que hay, con lo que soy, con lo que son los y las demás, así como tanta desorientación y frustración a la hora de vincularme amorosamente, me ha llevado a buscar respuestas que me ayudaran a seguir.

Leí mucho, escuché muchas voces, fui a cursos y a grupos de reflexión. Lo que me permitió ordenar algunas cosas y entender otras.

Ahora bien, una vez más me vi puenteándome, leyendo y teorizando sin dialogar honestamente y profundamente con mi realidad interna, buscando fuera aquellas respuestas que solo las puedo encontrar dentro de mí porque, aunque se trata de una realidad que está afectada profundamente por lo que hay fuera de mí y puedo entenderla mejor con un buen acompañamiento de otras u otros, soy yo quien la experimenta y, por tanto, quien la puede conocer mejor.

Una vez más me vi engullida por un exceso de información y mandatos, por un exceso de ‘deber ser’.

Con estos mimbres seguí como pude hasta que, en un momento dado de mi vida, tuve la suerte de encontrar la escucha humanizadora. Una herramienta y un lenguaje que me han permitido dejar de sobrevolar lo que soy, poder indagar en ese gran desconocido que era hasta entonces mi mundo interno y entender el vacío que sentía en esa búsqueda constante que no terminaba de dar los frutos que anhelaba.

Encontré un camino de humanización donde la exigencia de ajustarme a un ideal fue dejando paso al entendimiento de lo que soy. Entender donde estoy, quién soy, de donde vengo. Ir perdiendo el miedo a mirar aquello que me habita aunque no me guste o no esté de acuerdo con ello. Acoger mis tics y contradicciones, el frío que hay en mis entrañas y la dificultad para hacerme cargo de mí, mi romanticismo y mi anhelo de libertad, mi capacidad de ver y mi ceguera, mis ganas de encuentro y mi miedo al rechazo, mi sometimiento y mi autoritarismo, mis gustos y disgustos, mis necesidades y deseos reales, mi impotencia y mis ganas, mi torpeza y mis aciertos.

Un trabajo lento que me ha permitido acoger y entender lo que hay, asumiendo que lo que hay es más corriente o vulgar de lo que mi mente me dice, me exige. Y esto es a lo que llamo humanización, a la posibilidad de considerarme un ser complejo, contradictorio e imperfecto, y dejarme en paz.

Saber y entender donde estoy me da un suelo desde el que caminar, un punto de partida real para construir (me) en función de lo que voy viendo, experimentando, aprendiendo. No es resignación, todo lo contrario. Es empezar a responsabilizarme (no culparme) del camino posible, del amor posible, de la transformación posible, sin negar ni rechazar lo que (me) sucede.

Casi sin darme cuenta, a medida que fui abriéndome a lo que me sucede, a lo que soy, a lo que hay en mí, fui abriéndome también a la realidad compleja, contradictoria e imperfecta de las y los demás. Casi sin darme cuenta, fui sintiéndome más cerca de las otras personas.

Casi sin darme cuenta, fui descubriendo que el amor no es eso que me contaron sino que es una capacidad de apertura y entendimiento que no es fácil desplegar ante tanta exigencia, desconsideración y rechazo hacia lo que soy y hacia lo que son las demás personas.

Ese encuentro de mí conmigo misma me llena de calor y me permite ganar presencia, estar en las cosas que vivo, elegir cómo y dónde estar en función de mis deseos y necesidades reales. Todo ello me ha permitido entender que VER no es idealizar ni deslumbrarse ante la presencia de la otra persona, que ENTENDER no es justificar ni obviar el efecto que tiene en mí lo que las y los demás ponen en juego, que ABRIRME no es someterme ni dejar en un segundo plano lo mío.

En ello estoy como puedo. El peso de las exigencias, de los relatos preestablecidos y del miedo a ser sigue estando ahí. Voy amando lo que puedo, como puedo, a quién puedo. Lo interesante es darme cuenta de ello para seguir entendiendo, aprendiendo, caminando. Es más, tomar consciencia de lo que me sucede me permite dejar de situarme como una mera víctima de las circunstancias para ser alguien que va viviendo como sabe, como puede y como va eligiendo las circunstancias que le toca vivir. A menudo esto implica equivocarse y, por tanto, la posibilidad de seguir mirando y aprendiendo.

Tardé tiempo en entender que el amor implica ver y verse, ver también todo ese entramado de cegueras que se han ido instalando en nuestras entrañas y a las que hemos llamado amor.

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Duele, me duele, ver, sentir, experimentar la carencia de amor, de ese amor visionario que permite desplegarnos con nuestras torpezas e imperfecciones, que permite entender y saber dónde estamos, que permite humanizar la vida, las relaciones y la construcción de un mundo en común.

Asimismo, me da esperanzas saber que esa capacidad, aunque agazapada, sigue estando ahí, en nuestro deseo y en nuestro día a día.

Autora: Graciela Hernández Morales.

Publicado en el libro “ConJugar el amor. Escritos alternativos al discurso amoroso” Autoría compartida. Edición de Laura Latorre.

Fotografías: Graciela Hernández Morales.

Editorial Oveja Roja